Teología y cultura, año 12, vol. 17 (diciembre 2015), pp. 9-12 ISSN 1668-6233
Es dable considerar que cada ser humano nace en un mundo ya hecho. Hecho significa entre otras cosas, organizado con anterioridad sobre la base de pautas, valores, normas, referencias, todas ellas imaginadas, pensadas, experimentadas. El territorio de nuestra vida se nutre y se consolida, de la manera que fuere, en base al horizonte de significados que nos rodea y constituye gracias al lenguaje (mundo) que nos precede y que reinventamos en el mismo acto de existir. Se trata siempre de una compleja construcción cultural polimórfica, múltiple, imperfecta, impura, que da origen a plurales espacios de sentido pasibles de interpretaciones varias, concomitantes. Muchas veces conflictivas.
En este aspecto y contrariamente a una pretendida tradición del “cogito” la cual postula un sujeto que se conoce a sí mismo por intuición inmediata, es necesario señalar que no comprendemos la realidad que nos rodea ni tampoco a nosotros mismos, sino a través de signos de humanidad depositados en las obras de la cultura. En efecto. Qué podríamos saber, por ejemplo, acerca del amor y del odio, del sentido de la vida, de la esperanza, de la trascendencia divina, de la religión, si estos temas nos estuvieran inscriptos en universos de significado dentro de la textura de símbolos ocultos y / o manifiestos proponiendo y revelando un mundo. El mundo de la vida al decir de Husserl. Dichos universos designan, contienen y proyectan la dimensión intencional de los textos de la cultura y albergan y promueven su propia transitividad y su sentido de revelación.
Esta perspectiva permite afirmar que el mundo de vida contiene en sus entrañas un inapreciable caudal potencial de reservas de sentido que nos anteceden y abren el horizonte como una promesa hacia un futuro posible.